Textos

7 de septiembre de 2024

Diálogos posfestum, entre la razón y la emoción

Wilson Escobar Ramírez*

Con las luces plenas y subidos sobre el escenario (ya no solo los actores, sino también el director de la obra, el escenógrafo y el músico que ejecuta en vivo las partituras del montaje), los integrantes de La Congregación Teatro reciben el largo y sostenido aplauso que llega desde un patio de butacas que ha colmado el aforo del Auditorio de la Universidad Nacional para presenciar el estreno de Negro.

El ritual del agradecimiento del público, que no cesa, se ve interrumpido por Johan Velandia, director del colectivo bogotano, quien invita a los espectadores a que se queden para dialogar sobre la obra, con la mediación del crítico y filósofo del teatro Jorge Dubatti.

Cuando se creía que eso de dialogar al calor de una función acabada de presenciar era un anacronismo, propio de los agitados años sesenta y setenta, cerca de doscientos espectadores retornan a sus butacas y se disponen a construir esa otra obra que hace de estos festivales, como el de Manizales, un espacio urgente y necesario en tiempos digitales y de telepresencias.

Este ritual de diálogos posfestum no es ajeno a la historia y a la tradición del festival de Manizales, ya desde 1968 cuando la agitación política se trasladaba a un foro abierto, masivo y extenso después de cada función, cuyo debate se extendía hasta el amanecer en la mayoría de las ocasiones. Eran los tiempos de la pancarta política sobre el escenario que desplazaban a un segundo plano las poéticas del acontecimiento escénico.

Esa primigenia escuela de espectadores del festival (por entonces no se había bautizado con ese nombre de formación) se ha mantenido en el tiempo bajo otros formatos, como la “Secuela de espectadores”. También el teatro y su función política sigue vigente; pero las formas expresivas del diálogo han dejado atrás ese apasionamiento ideológico y transitan hoy con la moderación propia de los tiempos que corren, con un dejo de lo “políticamente correcto”.

En una suerte de desmontaje, Dubatti y el disímil público que acompaña la sesión emprenden, entonces, un interrogatorio amable que indaga por el origen de la obra, el modo o los modos de creación, la manera como se llega al diseño del escenario, al vestuario, a la dramaturgia de la luz, a las músicas, a la temática subida a escena, a los sentidos críticos que provoca aquel abordaje…

Sabremos entonces que la tina, ese artefacto que preside la escena de Negro y es metamorfoseado permanentemente, fue un objeto encontrado providencialmente en la demolición de una casa vecina a la sede de ensayos; que el tema del hermano medio que recala en la familia con un color de piel distinto, es parte de un fragmento de vida de su dramaturgo y director Johan Velandia, pero que en el texto dramático solo aparece como el detonante de una historia, la que luego va a seguir sus propias lógicas y necesidades en la ficción; que el actor de raza negra que encarna al personaje Silencio, sufrió en su infancia y juventud los rigores del desprecio, la burla y la marginación social, todo por su color de piel.

La Escuela de espectadores, convertida ya en un ágora donde la razón y la emoción se expresan al calor de la función presenciada, deviene por momentos en un confesionario poético donde el público cuenta lo que experimentó desde la butaca; entonces emergen pequeños trozos biográficos de espectadores que tienen hermanos medios y hablan de la cercanía de la obra con sus vidas.

Ya han pasado las once de la noche y el público comienza a abandonar el teatro, seguramente con más preguntas que respuestas; porque de eso se trata. La intervención de una espectadora anuncia el cierre de esta suerte de dramaturgia colectiva hecha entre el proscenio y el patio de butacas: ¿Qué preguntas le harían ustedes -refiriéndose al equipo de La Congregación- a sus personajes, eso que ellos no pudieron resolver en la escena?

*Docente. Universidad de Manizales.

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